Hace años que los venezolanos tenemos un tipo de hambre que nunca habíamos sentido.
Un hambre a partes iguales física y psicológica.
Un hambre residual; compuesta por todo lo que estábamos acostumbrados a comer y ya no comemos.
Por todo lo que no conseguimos.
Por todo lo que ya no podemos pagar.
Por todo lo que ya no preparamos.
Un hambre proporcional a los kilos que hemos perdido en este proceso de pauperización constante en el que se ha convertido nuestra vida cotidiana en esta crisis económica interminable.
Un hambre pendiente.
Un hambre atrasada.
Un hambre que, ahora, siempre está presente mordiéndonos las entrañas.
Sin importar lo que comamos.
Un hambre que no se quita.
Un hambre que se vuelve un grito desgarrador y apremiante cuando son nuestros hijos los que la padecen.
Un hambre que siempre está a la vuelta de la esquina.
Porque solo hay trabajo informal.
Porque el trabajo público y privado que hay no paga lo suficiente al personal activo y mucho menos al jubilado.
Un hambre que hoy por hoy, todos los días, pone a comer de la basura a los más pobres y le ha quitado la vida a no pocos desafortunados.
Un hambre que no nos deja tener paz mental.
Un hambre que con el paso de los años hizo políticamente dependientes a muchos.
Por un trabajo.
Por una caja de comida.
Por una bolsa.
Por un bono.
Un hambre terca.
Persistente.
Que no entiende de excusas, ni de explicaciones; y mucho menos de izquierdas y de derechas.
Un hambre que, nos guste o no nos guste, socavó una parte importante de nuestra vanidad y de nuestro orgullo como sociedad.
Un hambre que quizás en cualquier otra cultura ya habría acunado estallidos sociales.
Un hambre que nos ha convertido en una sociedad de migrantes.
Un hambre que siempre será una característica indeleble de este momento.
Un hambre que poco tiene de poética.
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Hambre
Por Sergio Marcano
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