DESDE EL MALECÓN
Olas iban, olas venían, unas tibias, otras frías. Sal de vida que bañaba al espíritu de presagios ya conocidos, ya casi muertos en algún campo santo de cicatrices de pieles silentes y hambrientas de soles.
Lloraba el arrecife al azote de las olas y ese mismo mar, bebía sus lágrimas como el más fino champagne en medio de una danza de peces que guiaron alguna vez sus manos sobre el oleaje de un cuerpo ausente.
La arena exhausta se rendía ante la espuma de unos besos que no se entregaban, iban de puerto en puerto, de orilla en orilla y pasaban de salado a dulce hasta el sabor a nada.
Pobre arena! No pudo cruzar los brazos, no supo erguirse ante el desafío y el mar la preñó de piedras, caracoles y cangrejos y se fue como siempre, sin despedirse. Se alejó silbando una melodía casi imperceptible mientras coqueteaba con su harem de olas, para regresar con el rugido de una fiera herida, reclamando su espacio en aquel universo de piedras, caracoles, y cangrejos, hijos de la resignación, amamantados por la esperanza de la inútil espera.
Cantaba el aire, bailaban las palmeras, multitud de pasos desfiguraban en su andar lo que alguna vez fue su rostro, su vientre; como si adivinaran el deseo casi obsesivo de que la disiparan en la nada, que le arrancaran uno a uno y en cada pisada aquellos hijos del silencio, de la pasión indómita de quién ama sin esperar nada, del que se entrega sin miedo a las cadenas de un sentimiento que siempre vuela libre sin tiempo ni espacio.
Señora arena, hemos de encontrarnos en algún amanecer y he de contemplar desde el malecón, como segundo a segundo renace tu piel en cada reencuentro con la espuma que vuelve, para redimirte de las tormentas que embravecieron la comunión que no fue mutua, para devolverte el amor que se ahogó en el tiempo y en tus sentires.
Señora arena…. Sé que has de erguirte en remolinos de júbilo, sobre tu propio lecho húmedo de vivencias, coloreado de sueños nuevos y serás por siempre la señora arena, aunque te hayan preñado mil mares que abandonaron a la suerte tu carga de piedras, caracoles y cangrejos, como quien abandona la nada.
Hemos de fundirnos en un abrazo donde la respiración y el sopor serán uno, como único fue nuestro sentir, como única fue nuestra entrega, siempre virgen, para esos amores que no se disputan, tan solo se acogen para sí como la piel misma, se aman incansables como la eternidad y se dejan en libertad como a las aves, aunque en su vuelo esparzan por el infinito un corazón hecho polvo de nuestro propio vestido, rasgado de dolor y renuncia, desteñido por la desesperanza , transparente no por el uso, sino por la sinceridad de habernos guardado por completo para ese mar, que no supo distinguir nuestra orilla.
Trina De Los Ángeles Medina
Directora de Cultura UCV